De vándalo a celebrity: ¿comprando a Banksy?

Ariane Díaz. Argentina.

Cuenta la leyenda que mientras el neoliberalismo arreciaba, pero producía también expresiones culturales de resistencia a sus valores –el postpunk, el hip hop, los grafitis–, un oriundo de Bristol, Inglaterra, decidió usar las paredes de la ciudad para dejar sentado su punto de vista. Su “declaración de guerra” contra lo que llamaba “brandalism” –el vandalismo de las marcas, Brand– rezaba: “Pretenden gritarnos a la cara su mensaje desde las paredes de cada superficie disponible, pero nunca se te permite contestarles. Bueno, ellos iniciaron esta guerra y las paredes son el arma elegida para devolverles el golpe” (Wall and Piece, 2005).

El grafiti es ilegal, y el nombre que en principio eligió era también una provocación: “Robin Banx”, homófono en inglés de “robando bancos”. Pero al tiempo decidió simplificarlo en una firma más rápida: “Banksy”. Adoptaría, también, el método del esténcil que, en sus palabras, fueron usados “para iniciar revoluciones y para detener guerras” (citado en Manco: Stencil Graffiti, 2002).

Con ese nombre –su identidad sigue siendo objeto de todo tipo de especulaciones–, cambió la fisonomía de lo que se conoce como “arte callejero”, llevándolo a los templos del establishment artístico, con el que mantiene sin embargo una relación conflictiva.

Sus murales, que atacan irónicamente a corporaciones, a la policía y a los museos (“gabinetes de trofeos de unos pocos millonarios”), fueron ganando notoriedad a nivel global paralelamente al desarrollo de internet. Sus libros, donde las fotos de los murales se acompañaban con manifiestos y aforismos, terminaban de componer su perfil contracultural.

Pero sobre todo, Banksy llevó a cabo distintas “irrupciones” públicas que le valieron titulares en los diarios, a medias entre la sección Policiales y Cultura. En 2003 se inmiscuyó en el museo Tate de Londres y pegó en una sala un paisaje rural intervenido con cintas de las que usa la policía en las “escenas del crimen”, como denuncia de la paranoia social “securitaria”. En 2006 emplazó un muñeco vestido como los presos de Guantánamo, incluyendo la capucha con que se los torturaba, en Disney. En 2010 hizo una de las aperturas de Los Simpsons, pero le censuraron tomas, especialmente una donde aparecía amenazante Murdoch, dueño de la cadena Fox. El video cortado, que finalmente se emitió, muestra duendes y unicornios trabajando en un sweatshop para el merchandising de la serie, según el artista, inspirado en los rumores de que así la ilustraban: en talleres precarios de Corea. En 2015 pintó sobre los muros en la franja de Gaza y en las cercanías de La Jungla en Calais –el campo de “refugiados” donde se confinaba a los inmigrantes–, y montó un lado B del mundo de Disney en su parque temático, Dismaland. El año pasado volvió al tema palestino, colaborando en la decoración de un hotel que ofrece “vistas” a ese muro.

Además, Banksy supo organizar una serie de exhibiciones fuera del circuito artístico tradicional, como la de 2006, donde Angelina Jolie cayó con Brad y pagó una fortuna por sus obras.

Hoy vende, literalmente, por millones, y las provocaciones parecen tener el efecto de agregar ceros a los cheques. La más reciente, la subasta de una lámina en un extraño marco que, ni bien se bajó el martillo para un comprador que pagó 1.18 millones de euros, se activó como una guillotina que “destruyó” la obra. En una nueva subasta en París se redoblaron las medidas de seguridad, pero la obra “destruida” cotiza ya al doble. Por eso crecieron con este episodio las sospechas sobre la espontaneidad de estas intervenciones: ¿nadie se dio cuenta del peso inusual del cuadro ni de que Banksy, como en otros casos, no había salido a desautorizar el evento?

Como sea, el “fenómeno Banksy” plantea una serie de preguntas sobre las relaciones entre cultura popular, industria cultural e instituciones artísticas.

¿Autoría o marca?

Corría 2013 y un puestito en el Central Park anunciaba láminas de “spray art” a 60 dólares; tres compradores hubo, alguno incluso. Parece que sin indicar autor, sin folleto explicativo, sin estar amparado en un museo, las obras no se aprecian igual. Una de las compradoras vendió después una de esas láminas consiguiendo 125.000 libras. En el medio, se supo que eran originales de Banksy. Quizá por eso hay gente que se dedica a bajar murales del artista como inversión.

La película ¿Cómo vender un Banksy? (2012) cuenta cómo, tras bajar un esténcil de un puente, el protagonista se topa con problemas prácticos, como tener que restaurarlo; lo que queda es algo así como el 40 % del mural. Los problemas éticos que aparecen en la película –¿corresponde apropiarse de algo público para revenderlo?– se despachan sin culpa, aunque varios consultados se lo reprochen. La obra no logra venderse, no por su estado o por falta de ofertas, sino porque el protagonista considera que puede valorizarse aún más.

Otra película, Salvando a Banksy (2017), presenta una situación similar pero desde la perspectiva opuesta: la obra en este caso estaba por taparse (por mandato municipal), y un admirador de Banksy paga por bajarlo para donarlo a algún museo. En el relato se contrapone este objetivo desinteresado con las estratagemas de Stephan Keszler, un merchant conocido por promocionar el desmantelamiento de ese tipo de arte callejero para revenderlo. Su argumento es que las provocaciones de Banksy son formas de cotizar más, y no ve por qué estaría mal beneficiarse él también cuando, en definitiva, está ayudando a valorizar la obra.

Pero al fan que sin fines de lucro quiere salvar un Banksy, tampoco le será fácil. Se topa con las contradicciones del anonimato cuando ofrece donarla a un museo, que no puede aceptarla porque no tiene certificado de autoría ni autorización para exhibirla. Y es que Banksy, para evitar procedimientos como el de Keszler, se niega a autenticar sus obras callejeras –aunque haya subido él mismo, por ejemplo, fotos de ellas–. De hecho, como no puede reclamar a su nombre, Banksy ha montado una comisión, llamada Pest Control (“control de plagas”, en referencia a lo habitual que son en sus murales las ratas), que “certifica” vía mail sus obras realizadas sí para la venta, que realiza online. Pero es una instancia informal que no alcanza para un museo, y que no se aplica además a obras callejeras que, el artista insiste, no fueron hechas para durar.

Keszler no es el único que le ha reprochado a Banksy que, más que una resistencia a los mecanismos de las instituciones artísticas, toda esta estructura responde a una muy inteligente campaña publicitaria de la “marca” Banksy, con el cual de paso se saltea los intermediarios. Otros, como los compiladores del último libro de Banksy publicado en castellano –Usted representa una amenaza tolerable y si no fuera así ya lo sabría–, argumentan que es absurda la idea de que el plan financiero del artista fueran algunas décadas corriendo de la policía para en un futuro incierto “triunfar”.

Sin embargo, apoye uno la hipótesis de que Banksy es un publicitario talentoso o un artista enredado en los mecanismos del mercado y las instituciones artísticas, lo cierto es que su caso muestra algo de las contradicciones que se desarrollan en estos dos terrenos, que parecen enfrentarse tanto como complementarse.

Por un lado tenemos al grafiti, práctica tradicionalmente anónima (en principio, como aduce Banksy, porque es un delito) y que no puede trasladarse y que no podría circular, en principio, en el mercado o en galerías. Pero se ve obligado –ya sea para preservar ese espíritu contestatario o el valor monetario de sus obras– a montar mecanismos de autenticación, es decir, a reforzar su autoría, valor en las que se basan las instituciones artísticas a las que critica. Por otro lado, el anonimato no le permite por ejemplo recurrir a mecanismos legales, lo que parece fomentar un mercado paralelo de sus obras por las que se enriquecen otros, haciendo que su autoría funcione, lo quiera o no, como una marca, el arma de esa industria publicitaria al que venía a oponerse.

Ni el artista, ni los museos ni el mercado parecen haber resuelto a su favor estas tensiones, aunque uno de los galeristas consultados en ¿Cómo vender un Banksy? anuncia que será finalmente el mercado el que se imponga con su lógica implacable: tarde o temprano, argumenta, el reconocimiento que ya logró Banksy hará que los museos deban incorporar perspectivas sobre él, y como tales, deberán incluir su trabajo callejero, flexibilizando sus reglas de autenticación, lo cual habilitará a todo ese mercado, paralelo y dudoso, a convertirse en legítimo y ganancioso.

¿Arte contestatario o conservador?

Los murales de Banksy tuvieron, desde sus inicios, una carga crítica del espíritu de época consumista. En sus libros el tono de manifiesto vanguardista es explícito. Hay un “ellos o nosotros” delimitado: el mercado y las instituciones artísticas de un lado, y el colectivo de artistas callejeros del otro. Las metáforas son bélicas, como la tradición del género prescribe, y hasta incluyen a su manera la aspiración de que el arte sirva para la vida cotidiana y no para alimentar un esteticismo romántico.

Pero ese “nosotros” pronto se vio afectado por el éxito. Es que el “arte callejero”, una vez puesto de moda, es uno de los elementos explotados por el proceso de gentrificación de determinadas áreas de la ciudad, por lo cual son ahora los vecinos los que les piden por carta al artista que evite sus barrios, porque los termina desplazando. El documental Banksy does New York (2014) muestra este conflicto. Registra la estadía del artista durante un mes en esa ciudad, durante el que cada día dejaba una intervención que después publicada en redes sociales, generando que hordas de fanáticos recorrieran la ciudad para encontrarlas, y no pocos oportunistas cobraran por fotografiarlas o las bajaran para revender. Algunas eran simples frases irónicas, pero otras eran puestas críticas, por ejemplo, de las masacres del ejército yankee. Mientras el entonces alcalde de la ciudad tildaba a los grafitis como “signos de decadencia y pérdida de control”, entusiastas agentes inmobiliarios los incorporaban en sus desarrollos y algunos detractores que acusan a Banksy de vendido los tapaban. Pero entre esas disputas podía leerse una estructura de ciudad que recluye a los pobres o los desplaza para hacer emprendimientos de clase alta.

¿Es el caso Banksy un ejemplo más de cómo la industria cultural se come al arte vanguardista, convirtiendo su rebeldía en mero gesto? La operación está mas cerca del centenario que de los millenials. Es el balance histórico que Adorno y Horkheimer propusieron en Dialéctica del Iluminismo para explicar qué fue de las vanguardias de principio de siglo, deglutidas por lo que delinearon como “la industria cultural” o la “cultura de masas”. En un texto posterior Adorno resume sus características: por “industria” se refiere a la estandarización del producto, donde “las masas” son un elemento de cálculo, algo “accesorio a la maquinaria”. Los comerciantes culturales se basan en la búsqueda de beneficios y así el contenido de esas obras, lo que se ofrece como “novedad”, es siempre la misma cosa disfrazada: una mercancía. Su ideología es el conformismo, un engaño de masas que impide “la formación de individuos autónomos, independientes, capaces de juzgar y decidir conscientemente” (La industria cultural, Bs. As., Galerna).

El mecanismo bien podría aplicarse al caso Banksy retorciéndose una vuelta más: la industria cultural podría no solo expropiarles a los sectores populares su expresión, sino su propio barrio. Si Banksy corría de la policía ¬–y sus colegas no famosos lo siguen haciendo–, ahora hay policía y seguridad cuidando de las exhibiciones de sus obras. Desde sus inicios contraculturales en la sufrida y neoliberalizada Bristol, al estrellato en Londres y Miami (capital mundial de las finanzas y del consumo, respectivamente), el contenido crítico de su obra parece desvanecerse en el aire.

El mismo Banksy reconoce el problema. Dejó en lo que era su página, Pictures on Wall, este mensaje explicando su cierre: “El arte callejero fue bienvenido en la cultura mainstream con un encogimiento de hombros benigno, y el arte que produjimos se convirtió en otra mercancía transable”.

Entre las críticas que podrían hacérsele a Adorno, una podría ser que no es solo este mecanismo estandarizador de la industria cultural habilitada por la tecnología, que presenta como irreversible, lo que entra en juego. La deglución de los formatos y contenidos de las innovaciones artísticas y de las expresiones culturales populares parecen siempre habilitarse cuando estas quedan separadas de la fuerza social que las animó (ya sea inspirándolas o como reacción a ellas), es decir, tiene también condicionamientos políticos en sentido amplio. Y este parece ser también el caso: nacido en los suburbios contraculturales del mainstream noventista, la celebridad de Banksy comienza a ser notoria justo antes de la crisis de 2008. Se ha analizado ya cómo, justamente por la crisis, las artes plásticas en particular comenzaron a convertirse en núcleos de reserva de valor. Pero podría especularse que, además, fue la desconfianza creciente hacia la ideología neoliberal encontró en sus críticas un público más amplio que lo puso de moda (el mercado funciona también, para poder vender, como gran colector de síntomas sociales). Estará por verse si esa celebridad es también el síntoma del agotamiento del “arte callejero” tal como lo inaugurara Banksy, o si nuevas expresiones grafiteras surgidas al calor de esa crisis puedan retomar alguno de sus elementos. En todo caso, como señala Harvey, las incursiones del capital en el espacio cultural no es lineal ni puede ser del todo controlada por el capital: es un terreno que descansa en relatos históricos e interpretaciones colectivas, cuya lectura está siempre en disputa (Espacios del capital, Madrid, Akal).

La pregunta que queda rondando, y que ya muchos enuncian, es si Banksy “se vendió” al sistema. Pero fuera del latiguillo que indica la aceptación de las reglas del establishment artístico, ¿qué es exactamente lo que vende Banksy?

¿Arte o mercancía?

En la película realizada por Banksy Exit through the gift shop (2010), declaraba: “las casas de subastas, de repente, estaban vendiendo arte callejero, y todo era sobre el dinero, pero nunca lo hicimos por dinero”. Allí también se sigue el derrotero de un personaje que, alentado por el mismo Banksy, decide “convertirse en artista”, lo cual entiende como hacer plata fácil: “Es como oro, porque pasás el spray y ¿cuánto sale? 18.000, 12.000…” –se entusiasma.

El delirio de los precios que alcanzaron las obras de arte callejero bien podría indicar que fue asimilado, voluntariamente o no, por la industria cultural definitivamente; pero también que esa industria no se rige, estrictamente, por variables económicas “normales”. Evidentemente el modelo Banksy no puede analizarse al margen de la industria cultural, pero eso tampoco quiere decir que pueda explicarse solo como una industria.

Esta especificidad del arte como mercancía es la que encara Dave Beech en Art and value(Verso, 2015). Su crítica a las elaboraciones marxistas más difundidas sobre la industria cultural se centran justamente en que no analizan el carácter de la práctica artística en sí, cuya lógica, argumentará, se contrapone a la de las formas de producción capitalista no en su contenido de denuncia, no en los alineamientos sociales que consiga, ni siquiera en sus formas de comercialización cada vez más financierizadas. Tampoco quiere que su análisis de la excepcionalidad de la forma de producción artística sea entendido como una defensa de que el arte o los artistas no se ven afectados por el capitalismo, “ya sea por una robusta independencia de pensamiento o por una privilegiada independencia de medios”.

¿Cuáles son las excepcionalidades que delimita Beech? Parte de que la inserción del arte en el capitalismo, paradójicamente, lo ha comercializado sin haberlo “comodificado”, es decir, sin haberlo subsumido a la lógica que caracteriza la producción capitalista: no parte de un capitalista comprando su “fuerza de trabajo” y poniéndola a producir para obtener una plusvalía; los artistas venden, en todo caso, sus productos. ¿Pueden adaptar su producción a lo que les exige el mercado? Sin duda, pero así y todo el trabajo artístico no puede ser reducido a una gelatina de trabajo abstracto donde el trabajo concreto del productor sea indistinto: las obras de arte se evalúan en su particularidad. Tampoco el artista podría considerarse un “emprendedor” capitalista típico: no necesita introducir nuevas tecnologías para aumentar su productividad para competir, e incluso si tiene asistentes que realizan obras que ellos solo firman, sus ganancias no salen de la diferencia entre el capital invertido y la plusvalía producida por sus “ayudantes asalariados”, sino de su reputación como artista. Allí es donde intervienen museos, curadores, críticos y académicos, y aunque algunos de sus mecanismos puedan compararse con la publicidad de una “marca”, como comunidad no es dirigible como una campaña publicitaria. El rechazo reciente a la “marca Banksy” es una prueba de que en el terreno de la cultura, las campañas nunca están aseguradas.

Según estas definiciones, Banksy puede entonces ser un hábil vendedor, una celebrityentregada al escándalo que le ofrezca titulares, en suma, puede traicionar cada uno de los principios que dijo defender, pero no puede “venderse” en sentido estricto. Lo que vende, en todo caso, son sus obras, y estas están producidas con una lógica no capitalista. Eso no quiere decir que el artista esté al margen del sistema; simplemente implica reconocer que en la determinación del valor de las obras de arte rigen otros principios, tampoco necesariamente loables, pero distintos.

Se atribuye a Brecht la sentencia de que más delito que robar un banco era fundarlo. Quizás quien jugó con atribuirse ser “ladrón de bancos” terminó fundando una fuente de negocios no tan artísticos. Pero el fenómeno Banksy señala también, quizás a pesar de él, las contradicciones que cruzan la “cultura de masas”.


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