Bolsonaro y el impasse latinoamericano

Matías Maiello

Según Steve Bannon, profeta del “derechistas del mundo uníos”, frente una Venezuela donde reina el caos y la crisis, y una Argentina donde se le entregó el gobierno al FMI, Bolsonaro representa “el camino del capitalismo esclarecido” en América Latina. El planteo de Bannon se entiende en tanto expresión de deseo pero no pasa de ser parte de la oleada de fakenews. Si hay algo que no existe en Latinoamérica es un “capitalismo esclarecido”, empezando por la propia burguesía brasileña que se abrazó al excapitán luego de que los estrategas oficiales del golpe institucional (empezando por los tucanos del PSDB) se hundieran irremediablemente.

Lo que sí abunda entre los países de la región son elementos de lo que Gramsci llamó “crisis orgánicas”, que traen de la mano crecientes tendencias bonapartistas. En la actual situación de impasse regional, la victoria electoral de Bolsonaro en el principal país de la América Latina representa un llamado de atención de primer orden sobre las tendencias crecientes a “soluciones de fuerza” que están planteadas en la etapa.

Inestabilidad garantizada

Tres factores son fundamentales para configurar la situación altamente inestable que vive Latinoamérica, a saber: el factor Trump; la guerra comercial entre EE. UU. y China; y el reflujo de capitales de la periferia al centro (en el marco del creciente endeudamiento regional).

Desde la presidencia de EE. UU., Trump se ha transformado en un factor de inestabilidad mundial. Su política internacional agresiva no tiene mayores pretensiones en elaborar algún tipo de discurso “hegemónico”, en su lugar se caracteriza por buscar aliados entre los “enemigos de sus enemigos” para minar a sus competidores y así perseguir los intereses inmediatos de EE. UU. América Latina, como zona de influencia directa, obviamente no ha quedado al margen; el factor Trump ha hecho su contribución al caos regional. Con acciones que van desde el cuestionamiento al NAFTA por derecha y la ofensiva antiinmigración contra el México de Peña Nieto (contribuyendo a la victoria de AMLO), actualmente enfrentando la caravana de inmigrantes que llega desde Centroamérica con militarización de la frontera y recortes de ayuda económica que incluirían, por ejemplo, a Honduras (cuyo gobierno es continuidad del golpe proimperialista de 2009), hasta el fin de la política obamista de “deshielo” con Cuba, la mayor agresividad hacia Venezuela con amenazas de intervención militar, pasando por “perlitas” como el asesoramiento del propio Bannon a la campaña de Bolsonaro.

Desde el punto de vista estructural, la guerra comercial entre EE. UU.-China, y particularmente su disputa por zonas de influencia, es –y lo será aún más– fuente de inestabilidad y conflicto para Latinoamérica, una de las regiones donde más avanzaron los capitales chinos durante los últimos 15 años, período en que se multiplicó 22 veces el volumen del comercio entre la región y el país asiático. China es el primer socio comercial de Brasil, Chile, Perú, Uruguay, siendo Brasil el principal destino de su inversión extranjera directa en América Latina, seguido por Perú y Argentina. Esta disputa tiene características particulares respecto a otras que han tenido lugar históricamente en la región, por ejemplo, la que se desarrolló entre el imperialismo inglés y el norteamericano durante la primera mitad del siglo XX.

En el caso de la disputa actual, EE. UU. viene de haber retrocedido en la región durante la primera década del siglo XX, cuando sus esfuerzos estuvieron concentrados en Medio Oriente (empantanamiento en las guerras de Irak y Afganistán, “guerra contra el terrorismo”, etc.), mientras que China, al contrario, aprovechó aquel período para avanzar cualitativamente. Sin embargo, la decadencia de la hegemonía norteamericana no está acompañada aún de la emergencia de un competidor capaz de disputarle efectivamente la preeminencia mundial, y China, a pesar de su gran peso económico y de haber avanzado enormemente en sus rasgos imperialistas, sigue estando atravesada por importantes contradicciones estructurales, y es impensable que pueda transformarse en potencia imperialista plena, y menos aún en hegemon, sin grandes guerra externas y/o civiles.

Esquemáticamente, podríamos decir que mientras EE. UU. busca traducir su predominancia política en un renovado avance económico con mayores negocios para los capitales norteamericanos en la región; en el caso de China se trata de traducir en alguna medida la enorme influencia económica que ha adquirido en Latinoamérica en algún nivel de influencia política como para poder defender con éxito sus intereses. En el caso de EE. UU., como venimos analizando, uno de los avances regionales más determinantes viene teniendo lugar justamente en Brasil con el disciplinamiento del régimen político y los “global players”valiéndose de la Lava-Jato, y los intentos de avanzar en un plan de mayor entrega nacional (privatizaciones, petróleo, etc.). En el caso de China, uno de los ejemplos más avanzados lo vemos en Venezuela, donde Maduro viene dando saltos en la entrega de los recursos estratégicos del país a cambio de financiamiento.

Otro gran factor de inestabilidad es la propia economía mundial. El contexto actual de incertidumbre que imponen las guerras comerciales, la política generalizada de “sanciones” de Trump, la creciente volatilidad financiera que tiene su epicentro en los llamados países “emergentes” –con Turquía y Argentina como casos emblemáticos–, así como la política de la FED norteamericana, están propiciando una reversión del flujo de capitales hacia el centro, y en particular hacia EE. UU., en detrimento de la periferia, incluyendo en ella obviamente a América Latina. Este escenario se da luego de un salto en el endeudamiento de varios de los Estados más importantes de la región. El año pasado, la deuda externa bruta en América Latina (privada y pública) ascendió a US$ 1,47 billones, casi un 80 % más que en 2009, según los datos publicados por la Cepal. En países como Brasil, donde la deuda pública tiene un gran componente interno, su peso igualmente es determinante y fuente de crisis estructural.

Fin del ciclo posneoliberal, derecha gerencial y populismo fascistizante

En este marco, se vienen acentuando los elementos de “crisis orgánicas” en diferentes países de América Latina. Como define el propio Gramsci, “en cada país el proceso es diferente, aunque el contenido sea el mismo […] la crisis de hegemonía de la clase dirigente”, que ocurre o bien porque “fracasó en alguna gran empresa política para la cual demandó o impuso por la fuerza el consenso de las grandes masas” o porque “vastas masas (especialmente de campesinos y de pequeño burgueses intelectuales) pasaron de golpe de la pasividad política a una cierta actividad y plantearon reivindicaciones que en su caótico conjunto constituyen una revolución”.

En el caso particular de nuestra región, la crisis del neoliberalismo a principios de siglo se adelantó respecto al resto del mundo. Así, tuvo lugar a un segundo ciclo, “posneoliberal”, desde comienzos del siglo XXI. Cuando la crisis comienza a golpear sistemáticamente en la región a partir de 2013/14, queda expuesto el fracaso de la “gran empresa política” del posneoliberalismo en tanto apuesta al desarrollo de las burguesías nacionales desde (o con el impulso clave de) el Estado, un mayor nivel de regateo con el imperialismo combinado con algún tipo de “orientación social” sosteniendo en lo esencial la estructura neoliberal (como en Argentina y Brasil) o avanzando parcialmente sobre esta (en los casos de Venezuela o Bolivia).

Con el agotamiento de este ciclo, hoy el escenario es relativamente heterogéneo. Está el chavismo en Venezuela que se ha mantenido en el poder con Maduro llevando al colapso económico-social interno el país. Por otro lado, los gobiernos posneoliberales que comenzaron a aplicar abiertamente parte de los ajustes exigidos por “los mercados” como el PT en Brasil hasta el golpe institucional, o el kirchnerismo que los inició previo a ser derrotado electoralmente. En Ecuador el sucesor de Correa, Lenin Moreno, que luego de romper con su mentor encabeza los ajustes. En el caso de Nicaragua, Daniel Ortega pasó a encarar reformas estructurales pedidas por el FMI enfrentando la movilización con métodos de guerra civil. Tenemos a su vez el caso excepcional de Evo Morales, donde existe mayor continuidad del ciclo anterior aunque con crecientes tendencias autoritarias y escamoteando la soberanía popular. Y por último, la llegada tardía al poder de López Obrador en México, que aunque es una contratendencia, no parece capaz de motivar la regeneración del ciclo populista posneoliberal.

Como primer fenómeno del fin de ciclo surgieron los gobiernos de derecha gerencial: Macri en Argentina, Piñera en Chile, Kuczynski en Perú, y con sus particularidades producto del golpe, Temer en Brasil. Se trata de gobiernos que no han podido establecer ninguna nueva hegemonía. En el caso de Macri sobrevive en la cuerda floja (sostenido por el PJ y la burocracia sindical); Temer terminó su mandato (gracias a la pasividad del PT y la CUT) aunque con una popularidad cercana a cero; Kuczynski salió eyectado a poco más de un año de asumir, esencialmente bajo los auspicios del keikofujimorismo; y de conjunto no han podido cumplir con las expectativas burguesas e imperialistas en cuanto al nivel de ajustes y reformas estructurales. Si cabe el eufemismo, se distinguieron más bien, cada uno a su modo, por ser “todo lo neoliberales que les permitió la relación de fuerzas”, pero no han logrado modificaciones fundamentales de aquella relación de fuerzas imponiendo derrotas decisivas al movimiento obrero y de masas.

En este escenario es que se alza la figura de Bolsonaro como principal novedad política de la región. Un relativo “outsider” (a pesar ser diputado hace décadas, pero marginal), populista de ultra-derecha (con un discurso xenófobo, homofóbico, racista y represivo) que, como fenómeno político, introduce en América Latina la tendencia que viene tallando a nivel internacional al desarrollo de populismos de derecha. Pero, a diferencia de estos los nacionalismos de derecha de los países centrales (asociados a la persecución agresiva de sus propios intereses imperialistas, del tipo “America First”), en el caso de fenómenos como Bolsonaro son una expresión de la dependencia más servil al imperialismo, como lo muestra su discurso económico de privatización de las empresas públicas para pagar la deuda (mecanismo tradicional de vasallaje), que hay que ver cómo se articulará, si es que avanza decididamente en ese sentido, con las prerrogativas de los militares. Bolsonaro se postula como aliado de “vanguardia” de Trump, tanto para la “apertura de los mercados” en Latinoamérica, como contra Venezuela y China, y para la alianza con Israel. Su llegada al gobierno de Brasil plantea un nuevo tablero político regional. Sin embargo, no es un rayo en cielo sereno.

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Crecientes tendencias bonapartistas de los regímenes políticos

En su definición de “crisis orgánica”, Gramsci también señala que se trata de situaciones

… de contraste entre ‘representados y representantes’ que desde el terreno de los partidos […] se transmiten a todo el organismo estatal, reforzando la posición relativa del poder de la burocracia (civil y militar), de las altas finanzas, de la Iglesia y en general de todos los organismos relativamente independientes a las fluctuaciones de la opinión pública.

Se trata, sin duda, de una descripción bastante acorde a las tendencias actuales en muchos países de nuestra región. Sin embargo, hay dos cuestiones fundamentales a distinguir. Por un lado, tomada literalmente, aquella definición se superpone con las características per se de los países semicoloniales y sus tendencias bonapartistas clásicas (bonapartismos “sui generis de izquierda y de derecha). El hecho de que los mecanismos electorales de la democracia parlamentaria retrocedan en favor del peso de “la burocracia (civil y militar)” o las “altas finanzas” (capital financiero), en las semicolonias viene dado por la debilidad propia del Estado y la burguesía local, donde como explicaba Trotsky, el imperialismo y la clase trabajadora se constituyen en las clases fundamentales.

Así, podemos ver el caso actual de Venezuela con un peso cada vez más excluyente del ejército como principal sostén de Maduro y pilar del régimen donde, sin convertirse en un bonapartismo de derecha, ya que no puede aspirar –con el gobierno actual– a recostarse sobre el imperialismo norteamericano, ha profundizado los mecanismos represivos en el marco de la catástrofe social. En el caso de Nicaragua, el gobierno Ortega, surgido originalmente como parte de los gobiernos “posneolibierales”, vemos un curso fuertemente bonapartista cada vez más reaccionario de ataque contra el pueblo trabajador, con una oleada de represión con más de 300 muertos.

El imperialismo busca utilizar estas crisis para avanzar. Sobre Venezuela se cierne una amenaza cada vez mayor de intervención, fortalecida con la victoria de Bolsonaro, aunque el peso del ejército deja abierta la posibilidad de que un sector del mismo realice un golpe interno para virar hacia el imperialismo. En Nicaragua, la iglesia y el imperialismo se proponen aprovechar la crisis y el descontento de las masas para imponer una salida de mayor subordinación aún al imperialismo.

Ahora bien, por otro lado, tenemos que dar cuenta de tendencias bonapartistas que adquieren una fisonomía más compleja en los países de mayor peso específico de la región, como muestra Brasil, con estructuras socio-económicas más complejas (en este caso, se trata de la octava economía mundial), y regímenes democrático-burgueses que han contado con una relativa estabilidad durante las últimas cuatro décadas si la comparamos con la gran parte del siglo XX. Sin embargo, países como Brasil siguen teniendo “condiciones especiales de poder estatal” producto del peso decisivo del imperialismo y el mayor peso relativo de la clase obrera nacional en comparación a la burguesía nacional.

Esta combinación de elementos, permite el surgimiento de fenómenos novedosos en la región como lo que llamamos “bonapartismo judicial”, donde las tendencias bonapartistas pro-imperialistas tienen una expresión privilegiada a través del poder judicial –junto con sectores del aparato policial y de inteligencia, y como vimos en Brasil, con la creciente injerencia de las FF. AA.– “tutelando” el régimen político y disciplinando a determinados sectores de la burguesía local. Es importante resaltar que esta forma de expresión de las tendencias bonapartistas no reemplaza a los bonapartismos de derecha basados directamente en fuerzas militares y el aparato represivo en general. Son alternativas –pasibles de diferentes combinaciones– cuya evolución está ligada al nivel de desarrollo de la lucha de clases.

O mito chegou, ¿y ahora qué?

Otro aspecto que caracteriza la definición de Gramsci de “crisis orgánica”, junto con el hecho de que “los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales”, es que “cuando estas crisis se manifiestan, la situación inmediata se torna delicada y peligrosa, porque el terreno es propicio para soluciones de fuerza, para la actividad de potencias oscuras, representadas por hombres providenciales o carismáticos”.

Bolsonaro, sin duda, ha hecho grandes esfuerzos para presentarse a sí mismo como “hombre providencial”, como “el mito”, y dejó en claro que está feliz de su segundo nombre: Messias. No necesitó igualmente la ayuda de dios (aunque si de las iglesias); le alcanzó con el escenario del golpe institucional, el encarcelamiento y proscripción de Lula, y la estrategia empalagosamente conciliadora del PT. Ahora bien, ¿puede convertirse Bolsonaro en el “camino del capitalismo esclarecido” que sueña Bannon y tener éxito en modificar la relación de fuerzas para avanzar allí donde la derecha empresarial todavía no pudo para salir del impasse estratégico en el que se encuentra la región?

Desde luego, la lucha de clases dirá, pero lo seguro es que va a estar atravesado por toda una serie de fuertes contradicciones, más allá de la propia crisis económica que arrastra el país.

1) Desde el punto de vista de las masas, Bolsonaro asume con un país polarizado, como muestra el análisis de los más importantes colegios electorales entre la primera y segunda vuelta, en los cuales –excepto Cearᬖ y particularmente en la capital de San Pablo, se fortaleció la oposición al avance reaccionario. A su vez, una parte importante de sus votantes –que no pudo presenciar ningún debate– no es consciente de que su gobierno va a profundizar los ataques iniciados por Temer. Por ejemplo, la reforma previsional que Bolsonaro ya anunció que impulsará antes de que termine 2018 contaba con la oposición del 86 % de la población, según una encuesta realizada a principios de año.

2) En cuanto a la política exterior, más allá del devaluado Mercosur, Bolsonaro ya ha planteado el objetivo de enfriar las relaciones con China, que según sus declaraciones “no está comprando en Brasil sino que está comprando Brasil”. Sectores del establishment brasilero han manifestado su preocupación. La contradicción está dada por el enorme peso de la inversión y el comercio con China (principal socio), lo cual es un límite para para desplegar su euforia pro-norteamericana y su amor incondicional por Donald Trump, cuya solidez a su vez se verá condicionada por cómo logre salir de las elecciones de mediano término.

3) En lo que respecta a su plan económico, las inconsistencias que ha mostrado a lo largo de la campaña, primero diciendo que privatizaría todas las empresas públicas para pagar la deuda y luego planteando que mantendrá estatales los “núcleos estratégicos”, son anticipos de la tensión que tendrá que resolverse de algún modo, entre el programa ultraneoliberal representado por Paulo Guedes y los intereses de sectores militares y de la burguesía brasilera.

4) Por último, en relación al régimen, ya pudimos ver el inicio del operativo “contención” de Bolsonaro desde la propia campaña por parte de la casta judicial y los militares, buscando rodearlo para evitar futuras aventuras que terminen agudizando innecesariamente la situación desde el punto de vista burgués. La reprimenda judicial “en suspenso” por el financiamiento fraudulento de millonarios paquetes masivos de fake news por Whatsapp y la amenaza del hijo de Bolsonaro de “cerrar” el Supremo Tribunal Federal (Corte Suprema), mostraron potenciales fricciones entre el actual ejecutivo y el poder judicial. El nombramiento como ministro de justicia del juez Moro (principal animador del “bonapartismo judicial” y, por ende, benefactor número uno de Bolsonaro) busca concretar una alianza con un sector del poder judicial, que aún está por verse como se traducirá en la relación con la casta judicial de conjunto, siendo que no pueden convivir dos poderes que se proponen jugar un papel bonapartista. Aún queda pendiente la definición concreta sobre cómo se acomodarán definitivamente las diferentes instituciones del régimen en la nueva situación.

Estas son solo algunas de las variables que todavía tiene que sortear “el mito” para transformarse en realidad, y hacen probable un escenario inestable, de fricciones e incluso divisiones “por arriba” que potencialmente podrá utilizar para colarse el movimiento de masas.

Dos estrategias en la izquierda ante el avance de la derecha

La situación regional de impasse en América Latina, sin salidas claras en el marco de la inestabilidad internacional, convierten a Latinoamérica, en mayor o menor medida según las particularidades nacionales, en un terreno cada vez más “propicio para las soluciones de fuerza”, pero también para la irrupción del movimiento obrero y de masas. Los enfrentamientos fundamentales aún están por delante. El triunfo electoral de Bolsonaro es una victoria superestructural que aún tendrá que llevar a la acción y trasladarlo a la relación de fuerzas real.

Ahora bien, aquel no fue posible solamente por el golpe institucional y proscripción de Lula, la política del PT y la CUT también han sido un factor fundamental. Gobernando durante años en beneficio del capital y asimilando sus métodos, frente a la crisis atacó al pueblo trabajador y contribuyó a la desmoralización de su propia base social. Una vez desplazado del gobierno se ha dedicado a concentrar expectativas, primero en el Poder Judicial y luego en unas elecciones totalmente amañadas. Sin embargo, el principal partido a la izquierda del PT en Brasil, el PSOL, que en las recientes elecciones casi ha duplicado su bancada en la Cámara de Diputados (de 6 a 10), en vez de orientarla al servicio de desatar la potencia del movimiento de masas, viene actuando cada vez más indiferenciadamente con el PT, con un programa de reformas muy parecido y una estrategia de convivencia pacífica con las burocracias petistas en el movimiento obrero y estudiantil, cuando estas cumplen un abierto papel de “contención” de la lucha de clases.

Se trata de un ejemplo de la importante disyuntiva estratégica que está planteada para la izquierda, en Brasil y en toda la región. Bolsonaro como fenómeno responde a tendencias profundas del capitalismo actual en crisis, busca ser la avanzada de una política de ataques mucho más profundos al movimiento de masas y de entrega al imperialismo en América Latina. El derrotero conciliador del PT tampoco es excepcional, la podemos ver a su manera, por ejemplo, en Argentina con el kirchnerismo, que en los sindicatos que dirige, en el movimiento estudiantil, etc., bajo la consigna “hay 2019” busca evitar el desarrollo de cualquier lucha seria para derrotar los planes de Macri y el FMI. La experiencia de Brasil nos muestra a dónde lleva esto.

Cada vez se plantea más agudamente la contraposición entre dos estrategia para la izquierda. O bien una estrategia predominantemente parlamentaria combinada con acciones “de protesta”, actuando como ala izquierda de algún tipo de “frente antiderecha” (electoral y/o parlamentario) con fuerzas de conciliación de clases –llámese PT, kirchnerismo, o el que fuere–, lo que se traduce en una convivencia pacífica con sus respectivas burocracias en los sindicatos y “movimientos”, y en la adaptación a un programa de reformas del capitalismo. O bien una estrategia que ponga la intervención en los parlamentos y en las elecciones al servicio del desarrollo de la lucha extraparlamentaria, que dispute con las diferentes burocracias (sindicales, estudiantiles, etc.), incluidas las que sostienen un discurso “antiderecha” –que terminan cumpliendo el papel más pérfido–, articulando volúmenes de fuerza para imponer el frente único de la clase trabajadora y la alianza con el pueblo explotado y oprimido para derrotar los planes de saqueo y los ataques reaccionarios con un programa para que la crisis la paguen los capitalistas.

Esta segunda alternativa es la impulsamos tanto en Argentina desde el PTS en el Frente de Izquierda como en Brasil desde el Movimento Revolucionário de Trabalhadores (MRT), ya que es en este camino que una izquierda verdaderamente radical antiimperialista, anticapitalista y socialista podrá estar a la altura del desafío y contribuir a desatar la potencia del movimiento de masas en la lucha de clases, que es el terreno donde el enfrentamiento se resolverá realmente.


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