Problemas de la praxis revolucionaria

[Colaboraciones]
Problemas de la praxis revolucionaria

Jorge Gonzalorena, Sociólogo

Tanto los éxitos y fracasos que ha conocido a lo largo de su trayectoria de luchas el movimiento obrero, ante todo en el plano político, como las características que va adquiriendo el capitalismo en su desarrollo histórico real, constituyen una inesquivable fuente de aprendizajes en el plano científico-social.

Por su vigencia y relevancia nos proponemos hacer aquí una somera revisión crítica de algunas de ellas, aunque sin la pretensión de profundizar en su tratamiento sino con la exclusiva intención de advertir la incidencia que han tenido o que aun tienen para el desarrollo de una consistente práctica revolucionaria.

El marxismo, fundamento científico del socialismo

El marxismo, como pensamiento social crítico, dialéctico y revolucionario, dirigido a orientar la lucha por la emancipación de la clase trabajadora y con ello de la humanidad toda, necesita, conforme al espíritu de la ciencia, dar cabal cuenta de la experiencia social acumulada y mantener un vínculo indisoluble con ella.

Solo ello posibilita una constante actualización y enriquecimiento de la teoría a la luz de lo que enseña la praxis histórica efectiva de la humanidad, en la medida en que ésta comprueba o refuta la validez de sus pronósticos y le plantea permanentemente nuevos y complejos desafíos.

Si bien el núcleo central de su arquitectura teórica, tanto en su concepción materialista de la historia como en su magistral crítica de la economía política, se ha evidenciado particularmente robusto, ha exhibido también aspectos en los que ha sido necesario introducir ciertas precisiones y correcciones.

Así por ejemplo, resultan hoy claras las exageradas expectativas de Marx en el rol modernizador que cumpliría la presencia del capital británico en la India como «precursor de la industria moderna», pese a lo cual ha habido autores como Bill Warren que han promovido en base a ellas un «marxismo» proimperialista.

Desde la perspectiva de un capitalismo ya altamente mundializado, es también evidente el acotado alcance efectivo de la sentencia de Marx según la cual «los países industrialmente más desarrollados no hacen más que poner delante de los países menos progresivos el espejo de su propio porvenir».

Dados los contradictorios efectos que traería aparejados la mundialización capitalista, ella conservó validez solo para el reducido grupo de estados que en el centro de Europa, América del norte y el extremo oriente lograron seguir los pasos de Inglaterra y convertirse en potencias imperialistas.

Asimismo, este desarrollo obligaría a replantearse también, particularmente a través de la teoría de la revolución permanente, la manera de concebir en las regiones periféricas del sistema capitalista mundial los desafíos políticos que habían sido planteados anteriormente por las revoluciones burguesas en Europa.

Otro problema que el desenvolvimiento histórico efectivo que hemos conocido plantea ante nosotros es el del modo de concebir, en el marco de la concepción materialista de la historia, la crisis terminal de la época en que actualmente vivimos y el eventual tránsito a partir de ella hacia un modo de producción socialista.

En la formulación clásica de Marx, «en cierta fase de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes» que, al obstaculizar su ulterior crecimiento, abren paso a una crisis y a «una época de revolución social».

Esta manera de concebir el paso de un modo de producción a otro, del todo consistente con lo acontecido hasta la emergencia del capitalismo, ha llevado a muchos a pensar en el reemplazo del capitalismo por el socialismo como algo ya inscrito en el desarrollo histórico, fruto de un proceso de curso irreversible.

Tal fue, justamente, la visión dominante entre los líderes de la socialdemocracia, que concibieron la misión de ésta como una mera labor de organización y educación de los trabajadores y de lucha por reformas, a la espera de que el propio desenvolvimiento del proceso histórico trajera consigo de regalo el socialismo.

De allí que los sectores más lúcidos y consecuentes del movimiento socialista se viesen entonces en la necesidad de destacar el rol activo que le cabe al partido revolucionario, ya que «el capitalismo no caerá si no se le hace caer» y la real disyuntiva que abre su crisis estructural es la de «socialismo o barbarie».

En efecto, la experiencia histórica ha puesto de relieve que bajo el capitalismo, en el momento de su decadencia y su crisis, las fuerzas productivas en lugar de paralizarse se transforman en poderosas fuerzas de destrucción, arrastrando consigo a situaciones catastróficas al conjunto de la humanidad.

Así lo atestiguan las dos devastadoras guerras mundiales que hemos conocido en el siglo XX, incluidas las políticas de exterminio y los bombardeos atómicos de poblaciones civiles, más la abismal desigualdad social, la persistente amenaza nuclear y la acelerada destrucción del medioambiente que hoy vivimos.

Tales son las maneras en que actualmente se expresa la cada vez más aguda contradicción que el modo de producción capitalista genera entre el carácter crecientemente social de la producción y la cada vez más concentrada dirección y apropiación privada de la riqueza socialmente producida.

Importancia y especificidad de la acción política

Por el carácter complejo y contradictorio, a la vez estructurado y dinámico, de su objeto, la ciencia social crítica, llamada a proyectarse en una acción transformadora, se ve en la permanente necesidad de articular, en su abordaje de la realidad social, diversos niveles de abstracción.

No obstante, el plano estratégico clave en el que está llamado a plasmarse todo empeño transformador es, ciertamente, el de la acción política, es decir, el de la lucha por alterar las relaciones de poder social imperantes y abrir paso a una superación revolucionaria del orden social existente.

Aunque éste, el del combate político, constituye siempre el terreno de lo inédito y contingente, como «síntesis de múltiples determinaciones», la experiencia acumulada nos permite advertir y dimensionar al menos algunos de los principales problemas y desafíos actuales de la lucha emancipadora.

Desde esta perspectiva, los acontecimientos históricos más relevantes que nos sirven como referentes son las luchas y los procesos revolucionarios experimentados en el último siglo, y muy particularmente aquellos que, por haber logrado desplazar del poder a la burguesía, permitían abrir camino al socialismo.

De allí que toda reflexión sobre el marxismo de hoy que evite pronunciarse sobre el real significado y alcance de esas experiencias, y especialmente sobre los problemas claves que ellas han dejado planteados, tanto en el plano económico como político, carecerá de sustancial trascendencia y validez.

Con respecto tanto al curso que toman tales experiencias, como el de la lucha política en general, es importante tener presente que éste no depende exclusivamente de los objetivos y deseos de las fuerzas revolucionarias sino de la correlación de fuerzas imperante y los cambios que ésta va experimentando.

Si bien los revolucionarios orientan su lucha por una política de principios, es decir en base a un programa que contempla un conjunto de objetivos claramente definidos, el grado en que su accionar sintonice con ellos dependerá en cada coyuntura específica de lo que las circunstancias efectivamente permitan.

Desde esta perspectiva, el criterio básico para juzgar la pertinencia de una acción será el de determinar si ella contribuye o no a fortalecer a las fuerzas que luchan por el socialismo, es decir si ayudan o no a elevar los niveles de organización, conciencia y movilización del pueblo trabajador en su lucha emancipadora.

Así por ejemplo, si bien el socialismo se propone una expansión hasta ahora no conocida de la democracia, las circunstancias de la lucha pueden obligar a los revolucionarios a recurrir a métodos autoritarios para derrotar a las fuerzas que sostienen el sistema de opresión y explotación capitalista.

Es esto, precisamente, lo que sucedió en Rusia luego del triunfo de la revolución de octubre cuando los representantes de la reacción, invocando las formalidades de la democracia representativa, pretendieron desconocer las conquistas democráticas de ¡paz, pan y tierra! que aquella hacía posible.

Asimismo, aunque uno de los objetivos de la revolución fuese terminar con los aparatos de estructura centralizada del ejército y la policía, propios del Estado burgués, la brutal y despiadada ofensiva de la contrarrevolución la forzaron a reorganizarlos para poder hacer frente y derrotar al terror blanco.

Como sabemos, la enorme devastación provocada por la participación de Rusia en la primera gran guerra y luego por la guerra civil, junto con el fracaso de la esperada revolución en occidente, crearon allí las difíciles condiciones en que emergió y se consolidó el poder despótico de una burocracia privilegiada.

El examen hasta ahora más lúcido que conocemos sobre las causas de este fenómeno, en plena correspondencia con los parámetros de la concepción materialista de la historia, es el desarrollado por Trotsky, principalmente en su texto de 1936 publicado bajo el título de La revolución traicionada.

Los análisis más penetrantes y fecundos sobre la degeneración ideológica y política del bolchevismo bajo el liderazgo de Stalin elaborados posteriormente, en lo sustancial no hacen más que replicar el análisis de Trotsky, añadiendo solo uno que otro matiz a la explicación y caracterización del mismo.

Lo cierto es que las expectativas de que la revolución proletaria significase una ampliación hasta entonces desconocida de la democracia no se vieron realizadas y en lugar de ello un régimen político de carácter totalitario, por momentos muy fuertemente represivo, comenzó a ocupar su lugar.

Conciencia política y lucha de clases

¿Cómo se explica y, sobre todo, que enseñanzas nos deja este giro inesperado que adquiere el desarrollo histórico? ¿Por qué fracasa la revolución en los países más altamente desarrollados? ¿Por qué abre inexorablemente paso a un régimen de despotismo burocrático en los países atrasados en que triunfa?

La primero que la experiencia confirma es que la revolución proletaria no ha sido ni puede ser obra de la mera acción espontánea del movimiento obrero y popular sino de un prolongado combate político contrahegemónico que, en el contexto de situaciones críticas, adquiere posibilidades ciertas de triunfo.

A diferencia de lo acontecido en la época de las revoluciones burguesas, en las que el poder real de la nueva clase en ascenso se gesta y consolida en el seno del antiguo régimen, una revolución proletaria solo puede germinar en el seno de la sociedad capitalista como un proyecto político y programático consciente.

De allí la incuestionable validez del célebre postulado de Lenin en cuanto a que «sin teoría revolucionaria no puede haber tampoco movimiento revolucionario» ya que éste necesita decantarse y madurar en el seno de la vieja sociedad como proyecto capaz de forjar la conciencia política de la vanguardia proletaria.

Enteramente consciente de la hegemonía que detenta la ideología de la clase dominante sobre las clases explotadas, Lenin critica la sumisión política al espontaneísmo de las masas y advierte sobre la necesidad de fundir en un partido de combate a intelectuales revolucionarios y obreros de vanguardia.

Como es sabido, la teoría leninista del partido político proletario dio pie, desde su misma formulación, a una intensa controversia, criticándosela en forma persistente bajo los ominosos cargos de sustitucionismo y blanquismo, aparentemente validados luego por el creciente curso autoritario que sigue la revolución rusa.

Pero si esta crítica fuese válida ¿por qué no pudo triunfar entonces la revolución proletaria en occidente, a pesar de la virulencia extrema de la crisis que sacudió al capitalismo en el periodo de entreguerras? ¿Y por qué los trabajadores no se rebelaron tampoco, en forma espontanea, ante el opresivo régimen estaliniano?

El solo hecho de plantear tales preguntas pone en evidencia la justeza del énfasis leninista, acentuado luego por Trotsky, en el carácter absolutamente decisivo del rol que, para provocar cambios políticos de esa envergadura, está llamada a desempeñar la intervención enérgica de un partido revolucionario.

Sin embargo, en todo esto hay una dimensión clave del problema que, si bien está ya presente en los análisis de Lenin y Trotsky, y en general de todos los grandes teóricos del marxismo del último siglo, no parece haber sido aquilatado de manera suficientemente satisfactoria, en toda su real significación.

En efecto, tras haber conquistado el poder en Rusia, y durante el relativamente prolongado periodo de entreguerras, pese a la traición de la socialdemocracia, los bolcheviques continuaron estimando inminente el triunfo de la revolución proletaria en occidente, dada la envergadura y profundidad de la crisis capitalista.

Tan arraigada era esa convicción que, en vísperas de la segunda gran guerra, Trotsky llega a señalar que si ello no ocurriese quizás sería preciso someter a revisión la visión que sobre la época presente había animado hasta entonces el accionar de las corrientes revolucionarias del movimiento obrero.

Pero lo cierto es que la historia siguió un camino distinto al esperado por las corrientes revolucionarias, lo que terminó desplazándolas a los márgenes de la escena política y permitiendo en cambio la consolidación de una persistente hegemonía reformista (socialdemócrata-estalinista) sobre el movimiento obrero.

Más aun, ese curso hizo posible que el estalinismo continuara presentándose ante el mundo como la única o más fiel expresión del comunismo, encabezando nuevos procesos de «construcción del socialismo» en Europa oriental y en importantes lugares del Asia, incluido el país más poblado del planeta.

Y ante la ostensible disociación existente entre el proyecto socialista anticipado por Marx, en base a la experiencia de democracia directa ensayada por la Comuna de París de 1871, y el régimen despótico de gobierno convertido en modelo por el estalinismo, la respuesta fue que este último era el «socialismo real».

¿Cómo se explica este giro de la historia que frustró las expectativas de triunfo de la revolución proletaria en los países capitalistas más altamente industrializados, donde se encuentra el grueso de la clase obrera mundial, imponiéndole a la humanidad costos sociales y sufrimientos tan extraordinariamente elevados?

Complejidad de lo social y democracia

El problema a explicar es, entonces, el de la incapacidad evidenciada hasta ahora por la clase obrera para desentenderse de los liderazgos reformistas, que la mantienen atada a la explotación capitalista o sometida a la opresión burocrática, y decidirse a tomar en sus propias manos las riendas del poder.

Así planteada la cuestión, parece claro que la respuesta no puede limitarse a señalar la traición de la vieja dirección, porque ésta se consumó en las condiciones de la crisis más profunda que puede sacudir a una sociedad, como fueron las provocadas por la horrenda carnicería y devastación de una guerra moderna.

Trotsky sostuvo entonces, en vísperas de la segunda gran guerra, que «la crisis histórica de la humanidad se reduce a la crisis de su dirección revolucionaria». Siendo esta una constatación correcta, lo cierto es que esta última aun no ha logrado ser superada, al menos con la dirección y alcance que él pronosticaba.

Más aún, allí donde efectivamente se produjeron avances anticapitalistas ello no ocurrió porque las masas «forzaran» a los partidos vinculados al estalinismo que las conducían a ir «más lejos de lo que ellos quisieran en el camino de una ruptura con la burguesía», sino por decisión de esos mismos liderazgos.

De allí que los regímenes burocráticos que se constituyen a partir de esa experiencia y ponen en marcha un proceso de «construcción del socialismo» tampoco van a ser prontamente barridos por las masas movilizadas sino que, por el contrario, lograrán ejercer un rígido control sobre éstas por un largo periodo.

Y, mucho peor todavía, su ulterior crisis no se saldará con un avance hacia el comunismo, es decir con una defensa y ampliación de sus conquistas sociales por las masas trabajadoras, sino con un rápido retroceso hacia el capitalismo, curso que parece haber contando con el apoyo de la mayoría de la población.

En suma, toda la experiencia del último siglo obliga a reconsiderar seriamente los términos en que debemos concebir la posibilidad de un proceso de profunda transformación social, capaz de liquidar efectivamente el capitalismo, evitar la catástrofe que nos amenaza y abrir paso al socialismo.

Es claro que la consumación de una acción colectiva ha de pasar primero por la mente de los sujetos, es decir, por el grado de conciencia que éstos tengan sobre la naturaleza de los problemas que encaran en sus lugares de trabajo y en su vida cotidiana y, con ello, el valor que asignan a las posibles soluciones.

Por lo tanto, si la mayor parte de la clase obrera y las masas populares se muestra dispuesta a permitir, o aun a propiciar, el liderazgo político de los portavoces, directos o indirectos, de la burguesía o de una casta burocrática despótica y privilegiada, es porque adolece de un grave déficit de conciencia de clase.

En relación con esto sabemos que en toda sociedad de clases la ideología dominante es la ideología de la clase dominante y que el control que en tal sentido ejercen sobre las mentes de la población las poderosas agencias de socialización existentes es enorme, pero ello no parece ser suficiente para explicarlo.

Son más bien las condiciones materiales que prevalecen en una sociedad crecientemente compleja y cada vez más diversificada las que tornan opaco para la inmensa mayoría de la población el significado de la mayor parte de los fenómenos sociales, salvo las situaciones más ostensibles de abuso y corrupción.

Es, entonces, esta misma complejidad de lo social la que torna cada vez más relevante el rol y la autoridad que están llamados detentar los expertos en la dirección y control de las distintas áreas de la actividad social, configurando lo que crecientemente se ha dado en llamar la «sociedad del conocimiento».

Descifrar el verdadero significado de lo que ocurre exige una visión y conocimiento, sintético y global, del carácter y rumbo que va adquiriendo la sociedad en su conjunto, una visión política capaz de gobernarla, sea con arreglo a los intereses actualmente dominantes o de un proyecto de sociedad alternativo.

Y, en una sociedad cada vez más compleja, ese conocimiento, científicamente fundado, que difícilmente puede resultar directamente accesible a la mayoría de la población, torna inevitablemente clave el ambivalente rol que desempeñan en ella los «intelectuales orgánicos» para fraguar los proyectos políticos.

Esto no significa que el socialismo pueda ser concebido como un «despotismo ilustrado» de los que saben, pero establece límites estrechos a las posibilidades de una democracia directa y plantea la necesidad de pensar en una democracia representativa y plebiscitaria como sostén político de un proyecto socialista.

Nacionalismo e internacionalismo

Otro de los problemas importantes a los que se ha visto confrontado el movimiento socialista en el último siglo es el relacionado con el ambivalente rol político que pueden llegar a desempeñar los poderosos lazos identitarios generados en la sociedad contemporánea en torno a los sentimientos nacionales.

En efecto, con la emergencia y desarrollo del capitalismo, y las tendencias centralizadoras que le son inherentes, comienzan a constituirse, como un signo de la época, los modernos Estados-nación, dando pie a la configuración y proliferación paralela de la ideología y los movimientos nacionalistas.

En ese cuadro, y a contrapelo de la identidad de clase y de vocación internacionalista forjada por el movimiento obrero de mediados del siglo XIX, a medida que el socialismo se va transformando en una influyente corriente política de masas va siendo permeado también por la ideología nacionalista.

La experiencia del proceso de mundialización capitalista efectivamente muestra que la pertenencia a una determinada etnia o cultura ha logrado evidenciar una más directa y poderosa capacidad de constituir lazos identitarios y cohesionar a los sujetos que la mera pertenencia a una determinada clase social.

Esto cobra expresión primero al interior de los partidos socialdemócratas europeos, que tenderán a identificarse con la política internacional de sus propias burguesías imperialistas, pero luego, bajo la bandera del antiimperialismo, comenzará a tomar cuerpo también en el seno del movimiento comunista.

Lo último acontece cuando es la reivindicación nacional, ante el dominio y la explotación colonial o neocolonial, y no la perspectiva de una emancipación de clase, lo que pasa a ser el motivo principal por el que a algunos intelectuales de los países periféricos deciden incorporarse a la Internacional Comunista .

La retórica nacionalista pasó a constituir así un factor de cohesión y legitimación clave de las corrientes políticas que han terminado liderando los procesos que llevaron a la instauración en varios países de una economía socializada y centralmente planificada en calidad de único proyecto viable de desarrollo.

Esto se pudo observar primero en la URSS, donde el nacionalismo se va imponiendo gradualmente a la par con el proceso de creciente concentración del poder en la cumbre del Partido y del Estado, se oficializa con la doctrina del «socialismo en un solo país» y llega al paroxismo durante la segunda gran guerra.

Luego reaparece en las demás revoluciones que triunfan bajo el liderazgo de partidos estalinistas en las regiones periféricas del sistema capitalista mundial (China, Vietnam, Corea) y en la península de los Balcanes (Yugoslavia y Albania) teniendo al régimen burocrático de la URSS como modelo.

Posteriormente, aunque con características más originales y una mayor disposición a combinarlo con efectivas iniciativas de solidaridad internacional antiimperialista, se reedita también en el caso de la revolución cubana, sobre todo como argumento de legitimación de una fuerte centralización del poder.

Más allá de los intereses materiales que han cohesionado a la burocracia y de los efectos de la represión política sistemática, y dejando de lado su retórico maquillaje socialista, a lo que tales regímenes apelan para invocar el apoyo popular efectivamente ha sido a la oferta de un proyecto nacional de desarrollo.

Diferenciándose claramente de la política leninista sobre la cuestión de las nacionalidades, que en definitiva apunta a promover la confluencia de todos los pueblos en la lucha por la revolución mundial, las castas burocráticas gobernantes en los «socialismos reales» han privilegiado su propio interés nacional.

Esto las ha llevado a protagonizar incluso el poco edificante espectáculo de los conflictos armados, de diversa envergadura y duración, desatados entre «países socialistas» y que enfrentaron a la Unión Soviética con China  en 1969, a Vietnam con Kampuchea a partir de 1977 y a China con Vietnam en 1979.

Tampoco es posible pasar por alto el beligerante recrudecimiento de los nacionalismos latentes en los «socialismos reales» que emergió con fuerza a la superficie a partir del colapso que experimentaron dichos regímenes en los grandes estados plurinacionales conformados por la Unión Soviética y Yugoslavia.

Por ello no debiese extrañar la aparente paradoja de lo que ocurre hoy China, en que la reapertura del país al capitalismo ha sido decidida y conducida por el gobernante «Partido Comunista» en base al argumento de Deng Xiaoping de que «no importa que el gato sea blanco o negro, lo que importa es que cace ratones».

Necesidad de hablar con voz de pueblo-continente

Lo antes dicho no significa que deba ignorarse o subestimarse la realidad contemporánea del imperialismo y la importancia central que esto tiene para la definición de una consistente estrategia de lucha por el comunismo, ante todo en las regiones más sometidas a la explotación del gran capital transnacional.

Marx, en relación con la situación en Irlanda bajo el dominio colonial británico, llegó a comprender la reciprocidad existente entre la lucha anticolonialista de la nación oprimida y la lucha por la emancipación del proletariado de la nación opresora, ya que «un pueblo que oprime a otro pueblo no puede ser libre».

A partir de entonces la fuerza creciente de los movimientos y reivindicaciones nacionales y la posición que debían adoptar ante ellos los partidos obreros pasó a constituir un problema siempre presente en las controversias programáticas y estratégicas que se desarrollaron en el seno del movimiento revolucionario.

Es así que, a comienzos de 1914, en ácida polémica con Rosa Luxemburgo, Lenin resumía en los tres puntos siguientes su posición sobre la cuestión nacional: «Completa igualdad de derechos de las naciones; derecho de autodeterminación de las naciones; fusión de los obreros de todas las naciones.»

Esta fue la posición que posteriormente hizo suya la Internacional Comunista, considerando que los dos primeros puntos, en la medida en que hacen posible superar los resquemores y desconfianzas derivadas de la amarga experiencia del dominio imperial e imperialista, despejan el camino para el logro del tercero.

La desigualdad económica, social y política, exacerbada primero por la intensificación de la explotación capitalista al interior de los estados nacionales, se manifiesta actualmente en toda su real y previsible magnitud a escala mundial, permitiendo apreciar así los verdaderos efectos y significado de este sistema.

De allí que una efectiva superación de los grandes males del capitalismo solo pueda alcanzarse con el triunfo de la revolución proletaria a esa misma escala, haciendo de ese modo posible, en un real pie de igualdad entre todas las naciones, un nuevo orden político y económico internacional, pacífico y solidario.

Esto no será fácil ya que el imperialismo, buscando incrementar su control sobre los países de las regiones periféricas. Incentiva permanentemente los particularismos y egoísmos nacionales, promoviendo todo tipo de disputas entre ellos, de acuerdo a lo que aconseja el viejo y conocido aforismo: «divide y vencerás».

Frente a ello se torna imperativo promover decididos procesos de integración política y económica que ayuden a reconfigurar las relaciones de poder global, ya que para que otro mundo sea posible es necesario que emerjan actores que estén en condiciones de hablar con voz de de «pueblos-continente».

En esta perspectiva, América Latina es la región que exhibe el mayor grado de unidad histórica y cultural del planeta, lo que desde sus luchas por la independencia ha alimentado el sueño bolivariano de la «patria grande», esto es de su unidad política y económica en el marco de una federación de Estados.

Pero no es solo su mayor identidad histórica y cultural lo que plantea la posibilidad y la necesidad de la integración de la región sino también el deseo de hacer valer los intereses y aspiraciones de sus pueblos en un mundo en cuyo modo de funcionar solo pueden lograr tener una real incidencia los grandes estados.

Como las demás regiones periféricas, en el marco del capitalismo ésta sufre el efecto combinado del control del gran capital imperialista sobre sus principales fuentes de acumulación, sobre su situación financiera, sobre sus principales mercados de destino y sobre los conocimientos de frontera tecnológica.

A ello se agrega el constante drenaje de valor que se produce como resultado del intercambio desigual, de más por menos trabajo, derivado no solo de las diferencias de productividad sino también del asimétrico poder de mercado, que subyace a sus flujos comerciales aparentemente equilibrados con el centro.

Las experiencias populistas del siglo XX en América Latina mostraron tanto las potencialidades como los límites del nacionalismo pequeñoburgués articulado en torno a un programa nacional de desarrollo capitalista que se enfrenta a los insuperables condicionamientos que le impone la valorización del capital.

La revolución cubana mostró a su vez no solo lo clave que es contar con una dirección audaz y decidida para poder correr los límites de lo posible sino también que una lucha consecuente contra el imperialismo lleva a chocar con los límites del capitalismo y plantea la necesidad de desplazar del poder a la burguesía.


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